Mi vida hecha de pequeños pasos sólo ha recorrido un camino diminuto, vereda más que camino.
Como dijo alguien somos una breve nota en mitad de una sinfonía inmensa.
De dónde vengo, a dónde voy, qué es el tiempo, qué quiero, qué busco, cuál es el sentido de todo si es que todo tiene un sentido.
Y llego a creer que la felicidad está en la posición social, en el consumismo feroz de este malformado y salvaje capitalismo, en las victorias de mi equipo de fútbol hecho de millonarios que juegan conmigo, en las vacaciones que consisten en exponer mis miserias en un paisaje diferente para ver si así soy capaz de camuflarlas, en la Navidad llena de luces que tantas sombras producen, repleta de buenos deseos de usar y tirar en los que buscar la pátina para ocultar la hipócrita insolidaridad de todos los días.
A veces se puede pensar que la felicidad radica en los dioses, en los de las iglesias y los mercados, en el sexo placentero pero falso cuando la física precede a la química, en la vanidad reconocida por premios subjetivos y palmadas en la espalda, en la supremacía de ridiculizar al “inferior” que sólo lo es en la doctrina perversa de este nuestro "primer mundo", en la heroicidad con fecha de caducidad de falsos profetas de la fama.
Y ahí me planto en lo que creo el vértice de la pirámide, con mi armamento de prejuicios y acciones políticamente correctas, con mi “normalidad”, con mi fanfarronería de ser civilizado, y de repente llega una brisa suave, muy suave y nada pretenciosa y me derriba sin que ni siquiera ella sea consciente de que lo ha hecho y quedo reducido a lo que soy, casi nada.
Llega entonces la voz dulce, la mirada inocente, la piel en blanco, la intrínseca ternura, la risa limpia, el universo resumido en una Estrella y soy feliz acariciando su cara, escuchando su latido, compartiéndolo todo. Y coge mi mano y me salva, me hace diferente, me enseña a detenerme en las cosas pequeñas e importantes y ahora sí, logro pensar por mí mismo y por un momento inicio de verdad la escalada. Y soy feliz.