A las cumbres del mediodía asomaban los aromas de una primavera apenas abocetada que sigilosamente acortaba las distancias.
No vi que trajera equipaje, aparentemente sólo unos ojos misteriosos revestidos de una pátina diferente y unas manos tendidas suaves y cercanas que no parecían recién llegadas y entonces no tuve ninguna duda de que había llegado para quedarse.
Los adverbios de tiempo dejaron en blanco sus deseos de definirse como dueños del poder absoluto y sólo fueron los latidos los que dieron pie a la confianza, los que hicieron derretirse, como la nieve ante el sol de junio, todos los infundados temores de las prisiones inventadas.
No parecía traer equipaje pero me equivoqué, traía su corazón y en él, todo lo suficiente para que ya no pudiera salir del mío.
Los andenes del futuro están aún vacíos pero sé que se llenaran de más besos, de abrazos que aún nos debemos después de horas sumergidos en el húmedo universo del otro.
Mi equipaje también ha quedado guardado en la consigna del olvido, me ha bastado con saber conjugar acompañado dos verbos, ser y estar.